Cuanto me acuerdo de mi admirado maestro en Historia del Derecho don Jesús Lalinde Abadía, cuando con una ironía muy británica afirmaba que, a lo largo de su historia, España solo ha conocido dos sistemas políticos: el Califato, y después el Cacicato.
La Restauración dinástica de los borbones (1874-1931) y el caciquismo consustancial como carácter definidor, junto con la Inquisición y la expulsión de los judíos y de los moriscos, son los episodios más injustos y corrosivos de la convulsa Historia de España. Esta afirmación tan rotunda trae causa de un libro que se le ocurrió escribir a un diletante, notable por su erudición, sobre la “Historia del Exmo. Cabildo Insular de La Gomera”.
Tangencialmente, en la obra se desliza un atenuante, un mensaje subliminal sobre la bondad del viejo caciquismo histórico que saqueó a los gomeros. En cualquier caso, el caciquismo tradicional podría competir en cuanto a perverso con el actual sistema de la Partitocracia y con la corrupta casta política. Temporalmente, yo suprimiría el tratamiento de Excelentísimo que la institución cabildícia lleva consigo: mientras la mayoría de sus consejeros, los socialistas, no estén a la altura de tal distinción; menos aún su presidente que sabemos de cuantas patas cojea.
El régimen democrático parlamentario se asentó pronto y con vigor en España, si bien con unas modalidades tan características que han sorprendido al mundo y, en cualquier caso, han sido aceptadas en el lenguaje político internacional: el “pronunciamiento”, la “asonada”, la “bullanga”, el “pucherazo”, son ejemplos bien conocidos pero parciales. Donde coronó la variante española de la democracia parlamentaria fue en el sistema caciquil, que adquirió entre nosotros, a finales del siglo XIX y principios del XX una originalidad y una eficacia admirables. El caciquismo fue el hilo vertebrador de una democracia degenerada hasta los tuétanos por el maridaje de la corrupción política y de la económica. Hay democracias auténticas y otras falseadas. La corrupción pública, cuando alcanza ciertos niveles, desnaturaliza a la democracia hasta tal punto que solo con intenciones retóricas o ideológicas se puede hablar de democracia. Por ejemplo, cuando la República, en Roma. Allí hubo, si se quiere, excelentes aparatos de gobierno, pero no democracias, ya que si la democracia se corrompe deja de ser democracia, de la misma manera que el vino deja de serlo cuando se convierte en vinagre.
Vale la pena que nos detengamos un momento en ese modelo perfecto de corrupción pública sistémica que tuvimos en España durante la Restauración, cuyos rasgos esenciales se conservan todavía hoy, aunque sean complementados con algunos adornos de técnicas modernas y de ingeniería financiera de empaque internacional.
El sistema político de la Restauración era oficialmente una Monarquía Constitucional Parlamentaria. En la realidad, sin embargo, era pura y simplemente un sistema caciquil perfectamente organizado y que funcionaba de acuerdo con unas reglas no escritas pero por todos conocidas y firmemente arraigadas. El poder público se articulaba en dos niveles territoriales –el central y el local, escalonado éste, a su vez, en provincias y municipios- y funcionaba con la energía que le suministraban dos partidos políticos cuyos efectivos se distribuían, en partes más o menos iguales, por todos los pueblos de España. El hilo conductor de todo el movimiento político era el caciquil. Quiere esto decir que en cada pueblo había dos caciques, uno por cada partido, que sintonizaban (eventualmente agrupados en cacicatos intermedios) con el ministro madrileño en un movimiento circular, de tal manera que el ministro desde el poder central entregaba a los caciques locales los cargos públicos territoriales; y, recíprocamente y como contrapartida, los caciques locales proporcionaban a los ministros los votos necesarios para mantenerse en el mando nacional. El mecanismo para la recogida de votos era muy simple: la ocupación de cargos públicos ponía en manos de los caciques locales unos instrumentos tan enérgicos que convencían sin dificultad a los electores. Los caciques manipulaban el censo a través de las Diputaciones provinciales y Gobiernos civiles y, a través de la policía manipulaban con la misma eficacia las votaciones y escrutinios –sin descartar el “pucherazo” (ruptura de las urnas para invalidar las papeletas o la alteración del resultado de los votos escrutados). Además, en cuanto administradores del presupuesto, dedicaban sus partidas a satisfacer los intereses particulares de sus familias y seguidores, a los que también proporcionaban trabajo con los cargos burocráticos inferiores, sin contar con que libraban sus hijos de las quintas militares y les recomendaban para todos los servicios públicos que se presentasen. Incluyendo los estudios académicos de sus allegados.
De lo anterior se desprende que el entramado caciquil no era solo político-administrativo sino que comprendía también una red económica. Los caciques que practicaban el juego no eran precisamente hombres altruistas ni dotados de una especial vocación ciudadana sino comerciantes que traficaban con una mercancía muy peculiar: el poder público. La política era un negocio y el caciquismo un modo seguro de realizarlo. Sin desconocer la importancia de la libido del poder, el aspecto económico era fundamental ya que era con dinero, o con prestaciones que podían luego amonedarse, como los caciques atraían y conservaban a sus mesnadas y el ministro cultivaba a los caciques. Sin dinero el sistema no podía funcionar y el dinero se obtenía a través de prácticas corruptas. Caciquismo y corrupción son fenómenos conceptualmente distintos pero en la realidad inseparables, ya que el caciquismo precisa inexcusablemente de corrupción, aunque no a la inversa, ya que puede existir corrupción en un contexto no caciquil. En estas condiciones el dinero tenía que correr en abundancia y de los frutos de la corrupción participaban caciques, familiares, amigos y electores. Si con la ocupación de cargos públicos se aseguraba la vida de amigos y clientes con la adjudicación de obras, servicios y suministros públicos se lograba algo más –el enriquecimiento-, pues todo se adjudicaba muy por encima del coste real o de la obra realmente hecha y de la diferencia o se compensaba con otros servicios o se repartía entre el contratante (la Administración) y el contratista (el cacique o uno de sus paniaguados). En otras palabras: que de la misma manera que el ministro operaba a través de una red de caciques, cada cacique vivía rodeado de un cortejo de los que en la terminología habitual de la época se denominaban “amigos” (personales y políticos) que participaban en las ventajas económicas y aportaban, en proporción a ellas, su puñado de papeletas electorales. Seguro es en todo caso que la corrupción económica era el cemento que daba consistencia a todo el sistema político caciquil.
Si en La Gomera, las respectivas conductas políticas de don Manuel Macías y don Leoncio Bento se corresponden con las pautas anteriormente descritas, entonces no cabe duda que fueron dos cacicotes sin paliativos.
La única luz que intentó alumbrar sin éxito el tenebroso camino caciquil de la Restauración fue la corriente política presidida por Joaquín Costas y Francisco Silvela, a favor de la regeneración de España. Un “Regeneracionismo” que habría de acometerse en todos los órdenes, desde el político al social, pasando por el económico y el intelectual.
La versión moderna del viejo caciquismo es la “partitocracia”. Lo que a nuestros efectos importa es que al cabo de cien años la política actual ha reencontrado éste viejo sistema cuyos rasgos reproduce, aunque naturalmente adaptado a las nuevas circunstancias. Puede seguirse hablando, por tanto, de caciquismo; pero de un caciquismo moderno, cuyas estructuras se insertan en el sistema político actual y cuyo conocimiento, hoy como ayer, ayuda mucho a la comprensión de la corrupción pública sistémica que padecemos.
En el núcleo de la corrupción democrática sistemática está el poder político encarnado en una persona física de doble corona: presidente del Gobierno y presidente o secretario del partido gobernante. Todo depende de éste personaje, quien hace, o hace hacer, o tolera que se haga, aunque naturalmente nadie puede invocar su nombre. En su calidad bifronte, con una mano (la del Gobierno) dispensa los favores del poder público y con la otra mano (la del partido) cobra. Éste es el esquema elemental que, examinado más de cerca ofrece no pocas complicaciones de detalle.