Hay un régimen viniéndose abajo. Tanto el sistema económico como el sistema político están sumidos en una crisis de legitimidad en cuyo desarrollo se está hundiendo la sociedad y dinamitando la cohesión social. Algunos sectores, entre los que se encuentran muy claramente las direcciones de los dos grandes partidos, intentan apuntalar como pueden un diseño institucional y económico que durante décadas les ha permitido reproducirse tanto en el Gobierno como en el poder.
En ambos ámbitos, económico y social, la directriz oficial es tomar la vía de la huida hacia delante. Así, el Gobierno espera que la modificación rápida del modelo de crecimiento económico dé pronto sus frutos. Esos frutos esperados son un crecimiento del empleo de carácter precario, prácticamente esclavista, y una calma en los mercados financieros que sea bendecida por el todopoderoso e independiente Banco Central Europeo. El camino es tortuoso, especialmente para los más desfavorecidos, y sin un final feliz garantizado, pero al Gobierno se le va agotando el tiempo. Todo parece indicar que el estallido social puede llegar mucho antes que la esperada meta económica del Gobierno.
En el otro ámbito, el del sistema político y la representación política, las cosas están aún peor. Según Metroscopia, un 80% de los ciudadanos piensa que los diputados del Congreso no les representan, y hasta un 85% cree que los diputados y los banqueros son deshonestos. La corrupción y la sensación dominante de impunidad de los delincuentes fiscales y financieros es algo desolador.
Y para enfrentar esto tenemos la necesidad no sólo de diseñar propuestas factibles en ambos ámbitos, con un proyecto político y económico que sea viable y sustancialmente distinto al empujado por el Gobierno en su huida. Es decir, es insuficiente con poner encima de la mesa un proceso constituyente y un modelo económico alternativo al actual. Sobre todo necesitamos también encontrar la forma de aglutinar todo el descontento generalizado y transformarlo en una fuerza que sea catalizadora del cambio social y económico. Esto es, crear una base social.
Efectivamente, suele haber acuerdo en que cualquier proceso de transformación de las características apuntadas requiere la existencia previa de una base social, esto es, un colectivo que comparta unas determinadas condiciones objetivas, una amplia cohesión y un grado de intervención suficiente. Se trata, en definitiva, de lograr que la ciudadanía que sufre bajadas salariales, recortes en los servicios públicos y desahucios vean las mismas causas en el origen de esos distintos procesos. Que compartan, dicho de otra forma, un diagnóstico político de lo que está fallando. Desde ese punto de partida es posible cohesionar a la ciudadanía en torno al proyecto político y económico, y si existe una organización de ese proyecto será factible poner en marcha el proceso de cambio.
Esta teórica hoja de ruta choca con un obstáculo perverso del actual sistema político. A saber, que la voluntad de la ciudadanía está mediada por los partidos políticos, los cuales cohesionan en torno a otro tipo de valores. Dicho de otra forma, los partidos funcionan como fuerzas centrípetas de la frustración ciudadana y logran la absorción de fuerzas que son necesarias para la configuración de esa base social, la cual naturalmente ha de ser más amplia que la que potencialmente pueden alcanzar estos mismos partidos en las condiciones actuales.
En la práctica esto deriva en una guerra de siglas, cada una de ellas presentadas como los mejores instrumentos de cambio. Así, el debate se traslada desde el fondo –el proyecto ideológico– hacia la forma –las siglas y la pertenencia o la identidad política a un partido–. En consecuencia, personas que en otras circunstancias compartirían espacios políticos se encuentran enfrentadas por la mediación de los partidos políticos y el ciclo electoral.
En otros países esta realidad ha conllevado la implosión de gran parte de los partidos políticos, abriendo espacios a nuevos proyectos de transformación –como en Ecuador, Bolivia o Venezuela– o a nuevos partidos que heredaron las viejas prácticas –como en Italia–. El perfil que marca actualmente España es el de la descomposición paulatina pero firme de los dos grandes partidos, especialmente con un acentuado nivel de pérdida de identidad en el Partido Socialista.
Lo que a mi juicio corresponde hacer es tratar de convertir instrumentos políticos como Izquierda Unida en elementos que catalicen la creación de esa base social que requerimos. Ignorar el análisis anterior puede convertir a IU en un partido que se limite a ver pasar de largo el proceso de transformación, no necesariamente positivo, llevado a cabo entonces por otros actores políticos.
Izquierda Unida debería aspirar a ser el dispositivo que active la creación de esa base social, sin pretender ser el centro dirigente del cambio. Ese centro corresponde a las personas cuya ideología busca dicho cambio. Otros colectivos, organizados en la periferia ideológica de IU, forman parte de esa base social potencial que necesitamos y, en consecuencia, son también compañeros de viaje.
Así, hay que romper con las viejas prácticas y mentalidad de un sistema político decadente. La lucha no puede darse enfrentando siglas o banderas, sino ideas, y ello conlleva aceptar también que hay un sector muy importante en la base social del PSOE que es igualmente necesario.
El reciente abucheo a la dirigente socialista Beatriz Talegón, en la manifestación del 16F, pone de relieve que aún nos queda camino por recorrer. Porque sin duda hay que combatir la hipocresía y oportunismo de quienes, como López Aguilar, pertenecieron a un Gobierno que agilizó los desahucios y ahora defienden lo contrario. Pero tampoco podemos ignorar que muchos militantes y votantes del PSOE no son corresponsables de las prácticas infames llevadas a cabo por los dirigentes de su partido.
En Alemania y Francia, importantes dirigentes socialistas, repletos de honestidad, dieron el salto hacia proyectos alternativos en Die Linke y Front de Gauche. En Grecia, la base social de Syriza proviene también, y lógicamente, de gran parte de la base social del antiguo PASOK. Y tanto en las recientes elecciones de Galicia como las de Catalunya, los votos de Alternativa Galega e ICV-EUiA también provenían de la antigua base social socialista. Y esa aglutinación de fuerzas probablemente ha generado círculos virtuosos que han animado a más personas a participar en el proyecto de transformación, al percibir utilidad y eficacia en el mismo.
En consecuencia, sería injusto y contraproducente estigmatizar a quienes han pertenecido o votado siglas que hoy representan el gran capital y el neoliberalismo más salvaje, puesto que las transformaciones no se realizan desde espacios minoritarios sino desde aquella base social de la que hemos hablado. Y el trabajo es construirla en torno al proyecto político y económico, es decir, en torno a un proyecto ideológico.