Abunda la especie según la cual la Segunda República fue un régimen político funesto, que dividió a los españoles y alimentó la violencia entre ellos. La penúltima en difundirla ha sido Esperanza Aguirre, tachando el sistema constitucional republicano de “auténtico desastre para España” y de instrumento al servicio de “ideas, en algunos casos absolutamente totalitarias”. Hasta el mismo diccionario de la Real Academia recoge una acepción irónica del término “república” que la asocia al “desorden” y la anarquía, justamente los males que muchos achacan al régimen de 1931.
Semejante imagen parte de un equívoco que conviene disolver. Para detectarlo basta con realizar un sencillo ejercicio de análisis semántico. El sintagma “Segunda República” cuenta con dos significados: designa simultáneamente un periodo histórico y un sistema político. En su primera acepción, “Segunda República” equivale al periodo de la historia española que comprende desde el 14 de abril de 1931 hasta, al menos, el 18 de julio de 1936. El segundo significado alude, por el contrario, a las instituciones y principios jurídicos consagrados en la Constitución de 1931 y a las leyes y decretos que la desarrollaron. El equívoco consiste en mezclar ambos planos, atribuyendo los males de aquel periodo al régimen constitucional que entonces intentó fundarse.
Tal atribución es interesada e ilegítima. El sesgo procede de considerar que la convulsión fue privativa del intervalo republicano, cuando, en realidad, fue un signo distintivo de la Restauración y de la dictadura de Primo de Rivera heredado por la República. De 1874 a 1930 abundaron las revueltas y las quemas de iglesias. El pago de pistoleros por parte de círculos propietarios e industriales para reprimir los movimientos populares estuvo a la orden del día. En aquella época se daba además un agravante: eran las propias fuerzas del Estado las que recurrían a la violencia arbitraria con detenciones preventivas, torturas y ejecuciones sin juicio, siempre dirigidas contra los presuntos enemigos de la nación católica y monárquica española.
Si está claro que violencia política hubo antes de la República, más evidente aún es que llegó a su máxima expresión tras el golpe de 1936. El plan de exterminio desencadenado entonces no fue sino una suerte de solución final para erradicar a esos mismos enemigos que las capas hegemónicas, sirviéndose de las instituciones públicas, venían persiguiendo y tratando de reducir desde la Restauración. Si la República resulta a algunos una experiencia histórica funesta por la violencia que supuestamente sembró, no se entiende qué tipo de bloqueo mental les impide condenar también un golpe y un régimen político, los franquistas, que llevaron esa violencia al paroxismo.
Tampoco llega a comprenderse cómo atribuyen al régimen republicano la responsabilidad de una violencia que solía proceder de grupúsculos contrarios al mismo. Como muestra Eduardo González Calleja en Contrarrevolucionarios, la ultraderecha española empleó desde marzo de 1936 “un terrorismo sistemático y desestabilizador” que pretendía debilitar el Estado republicano y allanar el terreno a un “gobierno autoritario” o, en última instancia, a un “levantamiento militar”.
Además de interesada, la imputación al régimen republicano de los males de su época es ilegítima. Para que no lo fuese, sus disposiciones legislativas habrían debido ordenar la persecución de conservadores, derechistas y católicos, la destrucción de templos o la prohibición de los partidos antirrepublicanos. Las órdenes que las fuerzas públicas recibían del gobierno tendrían que haber consistido en la detención sin causa de los adversarios de la República, en la confiscación de sus bienes y, llegado el caso, en su ejecución sumaria. Es así como actúa un sistema basado en ideas totalitarias, según demostraría el Estado franquista poco después. Nada de eso encontrará quien se aproxime a las leyes e instituciones republicanas. Es más, cuando en su desenvolvimiento gubernativo tropiece con manifestaciones oficiales de arbitrariedad, que las hubo, inclusive durante el primer bienio progresista, verá que las víctimas continuaron siendo obreros y campesinos.
No fue la discordia y la violencia lo que distinguió a la Segunda República, entendida ya en su segunda acepción, esto es, como el régimen político sancionado en la Constitución de 1931.
Así considerada, resulta obligado enumerar sus logros. Consagró por vez primera el sufragio universal sin distinción de sexo, concedió un peso decisivo al Parlamento y habilitó canales de democracia directa como la iniciativa popular o el referéndum revocatorio. Con ella llegó la autonomía de las regiones, el control de constitucionalidad de las leyes y el recurso de amparo a los derechos individuales. Intentó extirpar toda presencia eclesiástica en el ámbito público y reducir las creencias religiosas a una vivencia privada amparada por la libertad de cultos. Consagrando la igualdad entre hombres y mujeres, legalizando el divorcio y equiparando a los hijos habidos fuera y dentro del matrimonio revolucionó la esfera familiar. Ordenó la protección legal del trabajo, puso las bases para una aseguración integral de las contingencias de la vida laboral e incluso aprobó por vez primera un tímido impuesto sobre la renta que permitió una recaudación más progresiva. Y en el orden privado promovió una ambiciosa reforma agraria para acabar con las supervivencias señoriales, distribuir la tierra de modo más acorde a las necesidades de las familias y evitar la privatización de la política que había supuesto el caciquismo.
Poca duda cabe entonces de que la Segunda República, en su acepción institucional, fue una apuesta modernizadora. Derivar de un régimen así concebido una violencia social insoportable o una política totalitaria falta a todas las reglas de la lógica. Cierto es que sus reformas querían remover derechos adquiridos, pero la violencia terrorista con la que sus titulares reaccionaron no fue responsabilidad de aquel régimen, que dispensaba los procedimientos necesarios para componer democráticamente las diferencias.
Si muchas personas progresistas se identifican todavía hoy con la Segunda República no es porque anhelen lo convulso y violento del periodo, sino porque se adhieren a los valores democráticos y sociales en que se basó el régimen político de 1931. Ahora bien, contemplada en su segunda acepción, debe reconocerse que la República no fue más que una tentativa fallida de existencia efímera. Lo que se abrió a partir de noviembre de 1933, con la victoria electoral de las derechas, no puede ya denominarse del mismo modo, ni siquiera como “bienio negro” o “rectificador”. Comenzó entonces a construirse un sistema político antirrepublicano, concentrado en deshacer lo avanzado desde 1931 en un estado de excepción permanente, que suspendía los derechos reconocidos en la Constitución.
Teniendo este dato presente se evita el error de considerar que las izquierdas se colocaron fuera del régimen constitucional con la revolución de octubre de 1934, siendo las derechas las que defendieron la Constitución de 1931. En realidad, éstas habían comenzado a vaciarla de contenido desde que llegaron al poder, lanzando a las fuerzas progresistas el mensaje fatal de que tampoco a través de mayorías parlamentarias y constituciones supremas cabían las reformas a las que aspiraban.
En definitiva, las cosas cambian si entendemos la República como un intervalo de la historia, efectivamente marcado por la violencia política, o como un régimen basado en principios de democracia, justicia, libertad e igualdad. Por eso resulta tan mezquino atribuir los males de la época justo al sistema político que más empeño puso en atajarlos.
No debe sorprender que esta falsa imputación haya tenido éxito. Así de intensa es la influencia de la ideología conservadora al acuñar las representaciones colectivas. La imagen sesgada de la Segunda República difundida por el derechismo expresa así, en términos concretos, lo que Edmund Burke elevó a categoría histórica en su crítica a la Revolución Francesa. Cualquier reforma radical de la estructura tradicional de la sociedad está abocada a provocar violencia y muerte, como demuestra el Terror jacobino: así dice la conocida ecuación conservadora. Idéntico argumento se aplica a las Constituciones democráticas de entreguerras cuando se sugiere que sus reformas propiciaron los totalitarismos, convirtiendo con ello a la víctima en verdugo. Menos notorio es que la ecuación fue desmentida por un hecho silenciado y esclarecedor, susceptible de elevarse, con mayor razón, a categoría, a saber: que la represión de la Comuna de París produjo más muerte y desolación que todo el Terror jacobino.
Sebastián Martín
Profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla